sábado, 24 de noviembre de 2012






                             LOS BUZOS CATÓLICOS





A Nietzsche, el solo.







Una nevazón imaginaria 
en la sala de esperas 
del Hospital General
me rodó en la mente 
un estremecimiento no común;
mi curiosidad quedó latente, 
a flor de piel.
Fue un leve film de encantamientos-bestias
de otra época: 
algo oscura, 
algo beduina,
el episódico alfiler 
entrando en un músculo,
aquella pulsión de arpón insistente
en los cráteres de la piel.                                
Una melancolía, quizás;
subacuática, tal vez; 
una cueva que sorbe buzos católicos
que se aventuran 
en una profundidad coqueta.
A su modo, esto no quiere parecer 
un recurso barato
de seseo ni misterio 
mueca-pronto-a-echarse-a-reir;
ni teorema, 
ni Schopenhauer.
Esto denuncia una sospecha, 
una sospecha que tirita
del frío: esto ocurrió, 
es preciso decir,
antes de toda palabreria:
leía encandiladamente 
El Anticristo en una 
vilipendiada silla 
en la sala de esperas 
del Hospital General
en eso alcé la mirada, 
la paseé por la sala 
en semipenumbras,
detecté algunos hielos, 
algún restito de lobo; 
llovía a cántaros, los
doctores-masacre paseaban 
a sus estentoscopios 
del cuello, 
entonces
algo me sobrecogió, 
como si me hubiesen 
cogido de las costillas,
como si me hubiesen 
tirado el pelo 
con una máquina tira-pelos;
y me susurré:  
esto es algo así 
como un Norte nietzscheano,
una lejania celeste, 
demasiado calipso, 
de factura fría,
que se revuelve 
como en un tornado 
de alas azules y copos de nieve;
una fuerza desgarradora, 
una fuerza que arrasa 
con sus propias fuerzas
a medida que sucede: 
la verdadera, 
la original. 
Todo se hacía hierro, 
polo 
y ventisca 
en la sala,
y yo era como un mero objeto decorativo 
en toda esa glacialidad;
y no entiendia esto sino 
como expiración recién internada en su esquimal,
como un monje de hielo establecido 
en su templo-témpano,
como un cerebro que ejercita 
dedicadamente 
su primer pensamiento frio,
lo comprendia a medias 
o a duras penas. 
En fin, 
algo 
me 
paralizó.
¿Pero es que 
de qué fuerzas hablaba? 
¿Qué se estaba pensando?
Algo del deseo, 
supongo, 
algo del horror
de quedarse solo. 
"Nadie, 
absolutamente 
nadie
de los que 
conozco 
quisiera 
ser Hiperbóreo".
Eso pensé.  









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