Veo
su rostro,
su
sonrisa chueca de dientes preciosos,
a
destajo, tragándose
una
aleta de sol entera; su pelo
enmarañado:
fogatas negras,
fogatas
que acogen, que muy bien
podrían
hacer dormir
a
un gato baudelaireano;
un
cigarrillo
acomodado
en sus dedos, sus ojos
de
chinito sonrojado, su adolescencia
entera
a flor de piel, su camisa tropicalisima
entreabierta,
con el pecho fresco,
los
gruesos anteojos: telescopios hiperbatónicos
con
las manos quebradas, con el cuerpo
entero
abandonado a la contingencia del cosmos;
el
sol,
el
día,
el
sueño de todos esos jóvenes,
el
sueño
que
no deja de serlo
pero
que se vive, de una manera extraña
un sonámbulo valiente
que
se arriesga a hacer piruetas
en
su inconsciencia
ese
sueño que se vive
y que se vive
fuerte
y claro; él lo estaba
viviendo,
contempladle el aura,
una
felicidad naranja,
una
dicha tremenda,
gigantesca.
El
sueño
de
HoraZero, el sueño
de
los Surrealistas, el sueño
de
Rimbaud, el sueño
de
todas las revoluciones izquierdistas,
el
sueño que también
fue
el sueño del Infrarrealismo.
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