lunes, 12 de noviembre de 2012












Veo su rostro,
su sonrisa chueca de dientes preciosos,
a destajo, tragándose
una aleta de sol entera; su pelo
enmarañado: fogatas negras,
fogatas que acogen, que muy bien
podrían hacer dormir
a un gato baudelaireano;
un cigarrillo
acomodado en sus dedos, sus ojos
de chinito sonrojado, su adolescencia
entera a flor de piel, su camisa tropicalisima
entreabierta, con el pecho fresco,
los gruesos anteojos: telescopios hiperbatónicos
con las manos quebradas, con el cuerpo
entero abandonado a la contingencia del cosmos;
el sol,
el día,
el sueño de todos esos jóvenes,
el sueño
que no deja de serlo
pero que se vive, de una manera extraña
un sonámbulo valiente
que se arriesga a hacer piruetas
en su inconsciencia
ese sueño que se vive
 y que se vive
fuerte y claro; él lo estaba
viviendo, contempladle el aura,
una felicidad naranja,
una dicha tremenda,
gigantesca.
El sueño
de HoraZero, el sueño
de los Surrealistas, el sueño
de Rimbaud, el sueño
de todas las revoluciones izquierdistas,
el sueño que también
fue el sueño del Infrarrealismo.





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